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Del campo y la ciudad

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El Hyde Park de Londres ofrece un contraste mayor al de Central Park en Nueva York. Aquí los edificios rara vez se imponen por encima de las tres o cuatro plantas y, 100 metros adentro, de la ciudad sólo queda un murmullo de actividad y algún solitario rascacielos que lo atestigua. Hyde Park no es el campo, pero lo parece: lo que toma prestado de éste en sus extensiones de hierba, en sus árboles y lagos, en sus patos y cisnes y cuervos, es suficiente para que la sensación se aproxime, a pesar de los bancos y de los caminos pavimentados que abandoné cuando descubrí que se podía pisar el césped.

Allí, después de un mes fortaleciendo el cuello por no saber de qué lado me vienen los coches; después de evitar transeúntes en parcas aceras estrechadas por obras; después de caminar haciendo ángulos rectos; después del omnipresente gris de la ciudad, sólo había verde abajo y azul arriba y cualquier dirección era posible. Pensé entonces, casi como consecuencia inevitable de lo bien que me sentía, que no entendía el impulso que nos llevó a construir ciudades y evitar en la medida de lo posible la lucha por la supervivencia. ¿Por qué una vida más cómoda? ¿Para llenarla de deseos incapaces de satisfacernos aun cuando se nos conceden?

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Recordé entonces el documental Happy People de Werner Herzog y Dmitry Vasyukov, que recoge un año en las vidas de los cazadores indígenas de Baktia, en la Taiga siberiana. El título, que viendo las condiciones en las que viven los sujetos del documental podría parecer irónico, adquiere pleno significado en la admirativa narración de Herzog describiendo el estilo de vida de los cazadores: “Viven de la tierra y son auto suficientes, verdaderamente libres [...] Sin reglas, ni impuestos, ni gobierno, ni leyes, ni burocracia, ni teléfonos, ni radio, equipados únicamente con sus principios y sus valores morales”. Éste tipo de subsistencia exenta de la mayoría de las comodidades de la vida moderna, individualista y basada en la tradición, me resulta tremendamente atractiva. No descarto que se me quitase la tontería a 40 bajo cero, pero no creo que sea únicamente un capricho idealista; creo que seguimos siendo más hijos del campo que de la cuidad, creo que Dersu Uzala es real y en verdad feliz por las mismas razones que esgrime Herzog.

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No hace mucho que terminé de ver Top of the Lake, una serie de intriga que es otro gran argumento a favor de la ficción televisiva. Allí la naturaleza es sin embargo cómplice de los crímenes del hombre (hombre entendido como “varón”) porque ofrece un escenario donde, por su vastedad y silencio, se pueden ocultar terribles pecados (el bosque como testigo y confidente de los peores secretos), y es cómplice porque además de hospedar estos instintos, los despierta. Aparte del incesto, la misoginia y una investigación policial, Top of the Lake comparte con Twin Peaks esta visión de una naturaleza sórdida y misteriosa, cuya aciaga manifestación es en ambos casos una cabeza de ciervo disecada que no sólo anuncia el mal sino que parece instigarlo. La descomunal belleza inhóspita de Nueva Zelanda (como la del estado de Washington en Twin Peaks) es como un canto de sirena para ingenuos e indefensos.

***

La gente en Londres, como en Nueva York, está siempre de camino a algún sitio y siempre va tarde, como el conejo blanco de Alicia en el País de las maravillas. No se arriesgan a que se los coma un oso, ni morirán a manos de otro hombre por una disputa tribal, pero tampoco pueden ver las estrellas de noche, ni tendrían tiempo para hacerlo.


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